Hay veces que no sé si existo o me he disuelto en el
polvo dulce de alguna luna que se escapa. Y es que la
madrugada ahuyenta siempre los ojos vencidos, como un
cascabel que arde en el tiempo de los absolutos. No me
imagino entonces sin abrir el instinto, sin entregarme
a las voces que me arrullan entre letras fugitivas.
Esta aventura solitaria me cura y me arranca desnudos y
catarsis, tal vez porque nací con la interrogación
abierta en el libertinaje de este cuerpo enrevesado.
Y ya me he vuelto demasiado descarada, no encuentro
dioses en mis sombras ni me atan las verdades. Me subí
hace tiempo a los pulsos de la garganta, al desenfreno
que enloquece y te arrastra hacia el mar. Y luego
descanso en cualquier hueco que me vuelva a adormecer.
Puedo confesarte que mi danza es lenta y sufre, pero no
duele el resultado. Es otro prisma por donde mirarme,
otra manera de salvarme. Levanto así las piernas hacia
las nubes, doy vueltas alrededor de un segundo y me
consumo entera entre placeres. Y qué más da la
realidad, si puedo moldearla entre mis senos, si puedo
escupir sus promesas en el balanceo de una herida que
se cierra. Yo sé que podemos conocernos sin mirarnos en
el espejo, y alcanzar la paz del fuego con tan sólo
abrir los ojos.
Por eso te propongo fluir, habitar otro pensamiento
ciego, conquistar la nada más sincera. Indisciplinados,
con las manos temblorosas y esperando algún hechizo.
Déjate ser, como el ronroneo de un sueño que muere en
tu propia boca.
(Ya ves, siempre me supo dulce el aire de la distancia
que existe entre el suelo que piso y la tierra real.)
martes, 16 de febrero de 2010
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