lunes, 15 de agosto de 2011

Verano Montero 2010

Bajo el calor de agosto leo la biografía de Unamuno que acaban de publicar Colette y Jean-Claude Rabaté en la editorial Alfaguara. Para refrigerarme acudo a mi biblioteca y abro con humor El arte de tener siempre razón de Schopenhauer. Los dos libros ofrecen lecciones directas e indirectas que no conviene olvidar. Unamuno fue un hombre admirable por su vigor intelectual y su independencia. Su compañía ayuda a entender hoy la necesidad de remover las aguas muertas. Cualquier cosa es buena, una crisis interna, unas elecciones primarias en el corazón, un riesgo personal, antes que aceptar los panoramas silenciosos de corrupción, derrota y borreguismo. Esa fue su lección directa.

Su mayor lección indirecta nos advierte de los peligros de la soberbia. Cuando se enreda con cualquier obsesión o con cualquier injusticia sufrida, el sentimiento caluroso de la soberbia derrite las causas originales del vigor intelectual y la independencia. Uno puede acabar defendiendo lo contrario de lo que daba sentido a su propio pensamiento. Más que una verdad objetiva, se busca el triunfo de la coyuntura personal. Y cada loco con su tema.

Hay crisis íntimas que son envidiables. En vez de llevar en la conciencia el peso del mundo, una revelación espiritual nos permitiría, por ejemplo, arrodillarnos ante el Apóstol Santiago para descansar en su ayuda. A Unamuno ni siquiera lo calmó esa crisis. Me temo que le hubieran hecho falta dos. Una para olvidar a los creyentes que comulgan con ruedas de molino, los dogmáticos del todo. Otra para defenderse de los que no creen en la política, ni en el Estado, ni en ilusiones colectivas, los dogmáticos de la nada. Considerando como está el mundo, creer en algunas cosas no es un mal equipaje ético. Aunque quizá eso no sea propio de creyentes, sino de ciudadanos.

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